Post-humanismo y ética: reflexiones para la reconstrucción de solidaridades en la sociedad moderna avanzada [1]
Fernando Calonge (Foro Interno: Anuario de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid, año 2005.)
resumen
El presente artículo debe su aparición a las puntuales catástrofes que agitan nuestro planeta y a las oportunidades que prestan para la creación de nuevos lazos éticos. Bajo el supuesto de que toda ética posibilista debe de acomodarse a las condiciones sociales de su aparición, el presente trabajo intentará estudiar cuáles son las condiciones de emergencia de las catástrofes en nuestras sociedades modernas avanzadas. Posteriormente, a la luz de dicho estudio, se analizarán algunas de las propuestas ético-políticas aducidas para nuestro tiempo (Hans Jonas, Ramón Ramos, Barbara Adam, Ulrich Beck), con el fin de comprobar si son o no verosímiles. Finalmente, ante la intuición de su escasa verosimilitud, intentaremos establecer las bases para la creación de nuevas solidaridades, con la ayuda de la perspectiva post-humanista en ciencias sociales (con autores como John Law, Bruno Latour, Donna Haraway, entre otros).
Palabras clave
Post-humanismo, ética, sociedad global, catástrofes.
Introducción
De manera irregular, pero endémica, varias catástrofes, sucedidas en los lugares más remotos del planeta, vienen a aparecer ante nuestros ojos. Es difícilmente predecible cuándo va a suceder un desastre; más difícil todavía es llegar a identificar sus causas. De lo que sí podemos estar seguros es de que, tarde o temprano, va a producirse. Sin embargo, de su ubicuidad no debemos de concluir su identidad, antes al contrario, la sociología nos prestará las herramientas oportunas para afinar las formas concretas como las catástrofes se suceden y aparecen socialmente en los distintos lugares y espacios.
Al hilo de la reciente catástrofe provocada en el sudeste asiático por un tsunami, propongo abrir aquí la reflexión sobre el estado de la eticidad, y cómo ese estado podría posibilitar nuevos compromisos éticos entre tierras y gentes bien lejanas. El objetivo íntimo que mueve la investigación es ético; es decir, buscamos la simple respuesta a la pregunta: ¿por qué nos sentimos interesados ante tales desastres? Aquí de lo que se va a tratar será de delimitar las características especiales que adquiere la emergencia de tales catástrofes, el enfoque ético con que son enfrentadas, las perspectivas éticas alternativas que han sido sugeridas, sus posibles carencias y, por último, una propuesta de nuestra parte. Y siempre para el caso particular de la emergencia de las catástrofes en la sociedad mundial de principios del siglo XXI. Solamente comprendiendo la particularidad de nuestras sociedades, desentrañando las formas de vínculo social imperante, es como podremos imaginar la manera como nos vinculamos y nos preocupamos por sucesos que ocurren a tantos miles de kilómetros.
El diagnóstico: las catástrofes en la modernidad avanzada
La perspectiva sociológica nos ayudará en la tarea de concretar las formas bajo las cuales aparecen las catástrofes en nuestras sociedades. Frente a una mirada universalista que pierde el detalle y la particularidad de los acontecimientos, nuestro enfoque debe de estar presto a captar el carácter diferencial que separa nuestras catástrofes de las catástrofes aparecidas en otros tiempos y lugares. Por tanto, de lo que se tratará será de delimitar esas formas de emergencia de las catástrofes en nuestras sociedades de la modernidad avanzada.
Evidentemente, uno de los primeros rasgos de nuestra época es lo que ha venido a denominarse como los desanclajes espacio-temporales. Gracias al desarrollo de los medios de comunicación, tanto materiales como de la información, es posible hoy día comenzar procesos de desterritorialización, de desanclaje con el espacio. Nuestra época, tal y como la entiende Zygmunt Bauman[2], es la época en que la comunidad humana dejó de reunirse en la sedimentación sobre un territorio (Estado), y comenzó a hacerse móvil, más y más líquida. Estos desarrollos son fundamentales para entender la irrupción en nuestras sociedades de estos tipos de catástrofes. Son los modernos medios de comunicación de masas los que permiten poner en contacto hoy día lugares tremendamente remotos, con una rapidez de tiempo real. Las noticias ya no corren de boca en boca, recitadas en cantares, ni tampoco se trasladan con el ritmo cansino de la imprenta: hoy día las noticias se tele-transportan de manera que en nuestras casas puede aparecer información, inmediatamente, de lo que está ocurriendo en el otro extremo del globo. Así, a la violencia con que la catástrofe tiene lugar, se le une una violencia socio-cultural de una cercanía lejana, la del acercamiento súbito de acontecimientos remotos.
Esta inmediatez de la comunicación tiene repercusiones importantísimas para las formas de sensibilidad del hombre en nuestras sociedades. El ritmo de la información no es el de la oralidad, cuando el relato iba condensando el trabajo aunado de las generaciones; tampoco es el de la lectura y la reflexión a ella asociada. Ahora entramos en un ritmo de lo instantáneo, de la libre permutabildad de las imágenes, en una amalgama que escapa a las formas tradicionales de la comprensión. El hecho de la yuxtaposición de las informaciones propiciada por los medios de comunicación modernos, unido a su propia descontextualización, tiene como consecuencia un cambio del entendimiento paradigmático al entendimiento sintagmático.
Ya no hay grandes relatos[3], ni ideologías; no puede haberlos, no se dan las condiciones necesarias para una sedimentación y estructuración verticales de los sentidos que acudan a la interpretación de los acontecimientos. La vieja distinción entre lengua y habla ya no es pertinente, pues carecemos de lenguas consolidadas dentro de las cuales enmarcar las actuaciones particulares. Lo paradigmático, lo metafórico, ha cedido su lugar a lo sintagmático, a lo metonímico. La yuxtaposición acelerada y desmesurada de ordenaciones de sentidos (cosmologías), tiene como correlato la desaparición de cualquier ordenación de sentido.
La entropía ha tenido lugar. Un proceso de desordenación generalizada ha terminado con la complejidad paradigmática, con la complejidad de las ideologías. El intervalo se ha perdido; en los modernos medios de comunicación, el Sudeste asiático, Irak, Nueva York, un pueblo incomunicado de la provincia de León, están empotrados en una simultaneidad desordenada desde la que no es posible ya ni la lectura ni la traducción. Nuestra cultura se caracteriza por un horror pleno (Dorfles usa la expresión horror pleni), la “más colosal y ubicua de las contaminaciones imaginíficas (esta también es expresión de Dorfles) [¿?] que haya producido nuestra civilización”[4]. La saturación de signos terminan con la implosión general del sentido, un proceso de explosión hacia adentro de los marcos de comprensión tradicionales[5].
Pero no puede decirse que el sentido haya desaparecido. Ahora el sentido no se expresa en la forma del orden, verticalmente, sino en la forma del desplazamiento, horizontalmente a través de las yuxtaposiciones[6]. Es la lógica conectiva del “y”; de la moral periodística[7] que acarrea la equivalencia objetiva y la indiferencia subjetiva. No desaparece el sentido, pero sí se cambia de formato. El sentido deja de leerse desde un sistema estructurado y, como señala Scott Lash[8], se extiende en un campo topológico, en una relación contextual de afinidades.
De esta forma, cuando una catástrofe aparece en los medios de comunicación, lo hace en una superposición con otras y muy diferentes informaciones, algo que acaba anulando su tradicional sentido-lectura. Cuando la información sobre un maremoto aparece incrustada entre informaciones sobre las compras navideñas y las últimas nevadas invernales, en la normal vida hiper-estimulada de un ciudadano medio, no hay tiempo ni paradigma de referencia desde los cuales leer e interpretar el acontecimiento. El sentido del estímulo ya no hay que buscarlo en la lectura, ahora va implícito en el movimiento horizontal de la reacción, y la solidaridad es ese frenético alineamiento que une la ola real, la imagen televisada, el salón de una casa, un mensaje de texto y un avión despegando, cargado de medicinas. La respuesta dura lo que dura el estímulo; una reacción ética sin espesura desaparece, así, sin dejar rastro en el imaginario hiper-estimulado del los hombres y mujeres de nuestra época. (Esto queda modificado)el sentido de la catástrofe desparece tan pronto como lo hace ese diminuto motivo del imaginario barroco del hombre en nuestro siglo, sin huella. [quizá convenga aclarar un poco el sentido de esta frase] [9].
La conciencia ético-moral resultante es la conciencia cínica, “la peculiar soportabilidad de lo soportable, el confort en la desolación, la high life en la permanente catástrofe”[10]. No es que no puedan pervivir llamadas a la consternación —o la consternación misma— ante el sufrimiento humano. De hecho los medios de comunicación viven de eso precisamente, de una exigencia espectacular de sensacionalismo y consternación; pero la personal “capacidad de participación, de consternación o de reflexión es relativamente minúscula en comparación con aquello que se me ofrece y que apela a mí”[11].
No es así nada extraño que esto último haya pasado con la conciencia moral del hombre del siglo XXI. Éste es sólo un corolario más en el movimiento generalizado de desvalorización acaecido en la modernidad. El individuo moral pierde la capacidad de juicio tan pronto como la cualidad de los universos valorativos aparece eliminada en su proliferación lineal. Descontextualizados y desustantivizados, los retazos de imágenes no se pueden leer, tampoco enjuiciar; solamente expresan su equivalencia cuantitativa. Pero esto es algo que ya realizara la modernidad con los objetos, el trabajo, el valor, los signos o la naturaleza.
En todos estos órdenes presenciamos un mismo proceso de descontextualización de elementos que acarrea su pérdida de valor intrínseco, cualitativo, en la equiparación e intercambiabilidad cuantitativa. En la forma mercancía, los objetos pierden su valor de uso, con el predominio del valor de cambio que los iguala. Y el trabajo, su calidad y esfuerzo concretos, queda suprimido en la fuerza de trabajo homogénea a una sociedad[12]. En la forma dinero, las particulares valoraciones que el hombre hace en cada ocasión quedan suprimidas por una trocabilidad general[13]. De igual manera, la forma signo implica la general absorción de los significados concretos bajo la intercambiabilidad abstracta de los significantes que hacen el sistema significativo[14]. Finalmente, la naturaleza configurada por la ciencia vendrá representada por un proceso de abstracción y descontextualización de los espacios, que a partir de ahora quedarán equiparados y serán asimismo intercambiables, subsumidos bajo unas coordenadas universales[15].
De una manera semejante, la ética dejará de ser contextual, dejará de referirse a la perfectibilidad humana dentro de una comunidad concreta, para hacerse universal en los postulados de Immanuel Kant. El temor ilustrado por la relatividad de la moral empírica, que señalara David Hume, intentará subsanarse con una desvalorización de las solidaridades concretas. La razón-costumbre, que discernía el bien y el mal de acuerdo a los parámetros de las sociedades donde se articulaba, se transformará ahora en una razón-raciocinio que, entregada a sí misma, intentará encontrar las reglas universales de la conducta independientemente de cuestiones empíricas de hechos[16].
Los espacios concretos de sentido, desde los cuales se podía emitir el juicio, fueron desarticulados materialmente por diversos procesos tecnológicos y políticos. El desarrollo de los transportes, o la existencia de instituciones dedicadas a la libre discusión (la ciencia, los clubs, los salones, y un largo etcétera), tuvo como consecuencias la apertura a la crítica moral, pero también al relativismo. Proceso que con los últimos medios de comunicación de masas, la televisión, Internet, se agudiza; ahora, con la proliferación y yuxtaposición inmediata de unos marcos de sentido sobre otros, lo que se abre paso es el fin de la crítica y una indiferencia que quiere alcanzar la moralidad a través del espectáculo.
En medio de estas condiciones ético-estéticas que impone la modernidad avanzada es como debemos pensar la emergencia, desarrollo y desaparición de las catástrofes humanitarias. Por un lado, éstos son fenómenos eminentemente desmesurados. Así, bien sea por la exigencia de espectacularidad de los propios medios de comunicación, bien sea por la vastedad real de los mecanismos causales espoleados por la tecnociencia en un mundo superpoblado, la aparente normalidad se siente intranquilizada por estos fenómenos desproporcionados.
Además, la rapidez misma de las informaciones impide la pausa necesaria para poner en marcha mecanismos explicativos. El tiempo de los medios impide la reflexión presente sobre las causas lejanas de las catástrofes, de manera que éstas suelen aparecer como desgracias inmotivadas. Pero impide también la reflexión futura, porque tal tiempo es incapaz de sedimentar en una memoria que active la responsabilidad[17]. Estos procesos de desanclaje temporal acaban instalándonos en un auténtico vacío ético. Ya no necesitamos una teodicea.
Al tiempo, la supuesta conminación que debería suscitar la catástrofe para los sujetos éticos de nuestro tiempo aparece seriamente amenazada cuando se presenta sin ningún intervalo entre informaciones y acontecimientos anodinos e insignificantes. Es difícil que dicha conminación ponga en marcha el especial tiempo ético de la responsabilidad y la respuesta, cuando precisamente se encuentra insertada en la general insignificancia de la temporalidad creada por los medios de comunicación. Así, en uno de los muchos informativos, la noticia de la catástrofe, rodeada de otras noticias triviales, acaba apareciendo como nada más que un susto en el sopor de las impresiones prolongadas.
Finalmente, asistimos a una movilización tan generalizada como efímera de recursos. De este modo, empujados por la espectacularidad de los fenómenos, individuos privados y agentes públicos se ven insertos en una puja competitiva por la solidaridad[18]. Solidaridad que tiende a desaparecer al mismo ritmo que desaparecen de los medios las imágenes y las noticias sobre las catástrofes, para menoscabo de las secuelas reales en las zonas devastadas, que no desaparecen.
Las propuestas
La reunión de todos estos rasgos y consecuencias de la forma de emergencia de las catástrofes en nuestras sociedades modernas avanzadas, supone un innegable reto para cualquier proyecto de fundamentación ética que nos de respuestas a la pregunta: ¿por qué somos responsables? A partir de aquí intentaré pasar revista a algunas propuestas éticas sugeridas a la búsqueda de un marco para asentar nuevas solidaridades. De una cosa tenemos que estar seguros: cualquier propuesta realizada tiene que estar en concordancia con las condiciones sociales presentadas, para ser mínimamente verosímil.
Cuando las repasamos, una coincidencia resalta sobre las diferencias de matiz. Todas estas propuestas van a hacer, explícita o implícitamente, una radical separación entre las catástrofes cuyas causas últimas se encuentran en la acción del hombre, y entre aquellas otras que ven remitirse sus causas a la acción de la naturaleza. Y esto porque el punto central de su preocupación va a venir constituido por el riesgo que supone la puesta en marcha de cadenas causales a gran escala fruto de los desarrollos tecnológicos.
Esta afirmación puede resultar paradójica, por cuanto alcanza a contradecir las opiniones explícitas que los mismos autores señalan. Si una idea es común a todos ellos, es que ya no se puede separar naturaleza de cultura, toda vez que un mundo cada vez más denso de artefactos y técnicas está interpenetrando y desequilibrando los ciclos naturales de sostenibilidad. Así por ejemplo, Barbara Adam afirma:
Los riesgos medioambientales contemporáneos hacen difícil mantener la separación entre naturaleza y cultura. Tanto si pensamos en la capa de ozono, la contaminación, o las hambrunas, la naturaleza se ve inexorablemente contaminada por la acción humana, esto es, por una forma de vida que es practicada y exportada desde las sociedades industriales[19].
De una forma parecida se pronuncian Hans Jonas[20] o Ulrich Beck; para este último la naturaleza se “ha convertido en un producto histórico”[21]. Todos estos autores no pueden dejar de ser conscientes de las repercusiones naturales que ha tenido el enorme desarrollo tecnológico de las sociedades occidentales.
Sin embargo, se me permitirá mantener mi afirmación si se repara en que en el fondo, el esquema que permanece es el de una naturaleza que ha sido hasta tal grado colonizada y modificada por la tecnociencia, que se ve amenazada. Esto hace que en sus análisis sobre las catástrofes y el riesgo estén siempre presentes ejemplos sobre catástrofes debidas a causas humanas, nunca catástrofes meramente naturales. Lo que les interesa es cómo el ser humano diferenciado, la técnica diferenciada, en suma, la cultura diferenciada, ha puesto en peligro una naturaleza de la que sólo, en cierta medida (en una medida de supervivencia), formamos parte. Los términos del antagonismo se mantienen, hay un agente amenazante, el hombre y su tecnología, y un agente amenazado, una naturaleza inocente —repárese por ejemplo en la anterior cita de Adam: una naturaleza “inexorablemente contaminada”.
De ahí que, aunque varíen las recetas, sus diagnósticos son coincidentes. La tecnología habría venido a espolear unos mecanismos causales devastadores, y en cualquier caso absolutamente imprevisibles dada la incapacidad de la ciencia para prever las consecuencias no intencionadas de su acción. Bajo una disposición previsible de variables, el experimento, se llegan a conclusiones determinadas sobre los efectos de una acción que luego se ven desbordados cuando dicha acción se desarrolla en vivo, en una situación de infinitas e inciertas variables. De esta manera, la ciencia, en su intento por fundar la seguridad, lo único que obtendría sería la incertidumbre, y de una manera tan profunda que al final se alcanza la incertidumbre radical, la propia extinción del género humano. Así, lo peor de todo es que desconocemos por entero cuáles pueden ser las consecuencias, para un futuro a medio y largo plazo, de acciones tecnológicas que se están desarrollando hoy día bajo la intuición de que son seguras[22].
¿Qué es lo que se puede hacer ante tan serias amenazas? ¿Qué motivaciones ético-políticas se pueden poner en funcionamiento, para responder a catástrofes que suceden a miles de kilómetros? Aquí es donde las propuestas varían.
Ulrich Beck cree encontrar las bases para una acción concertada respecto al riesgo en el carácter marcadamente transnacional, casi mundial, de los riesgos. Puesto que los mecanismos causales son tan vastos, en la pregunta por la responsabilidad del riesgo estamos implicados todos, porque nunca sabemos quién va a ser el siguiente. En este sentido, las amenazas de la sociedad del riesgo son democráticas, se reparten a todo el mundo por igual[23]. Sería la situación general ante el riesgo la que estaría conminando a la acción común contra él. Y si bien hasta ahora se había dejado la gestión del conocimiento sobre la naturaleza y sobre cómo actuar sobre ella a la ciencia, la posibilidad de que esta misma desconozca al monstruo que está creando tiende a deslegitimar su monopolio[24] y a ampliar el abanico de actores[25]. Se comienza a descubrir que el riesgo no es una cuestión a dirimir científicamente, sino políticamente, o, de una manera más específica, sub-políticamente[26]. Esto es así, porque ante la aparición de los riesgos, el Estado necesita repartir responsabilidades entre los múltiples actores implicados (grupos de expertos, agentes económicos, poblaciones afectadas).
Para Hans Jonas la cuestión ética nacida de las amenazas tecnológicas a nuestro mundo merece una fundamentación metafísica para poder sostenerse. Es por ello que, contraviniendo la opinión de Hume de que sobre estados de hecho no se pueden derivar juicios morales, va a buscar una vía para pasar desde el ser al deber. La ética de Jonas se derivará, así pues, de una ontología mínimamente razonable, y el enunciado que va a encontrar como principio de partida será este: “La mera posibilidad de atribuir valor a lo que es, independientemente de lo mucho o lo poco que se encuentre actualmente presente, determina la superioridad del ser sobre la nada”[27]. Es decir, el sólo hecho de que el ser pueda ser valorado, hace del ser, de la supervivencia, dirá más tarde, algo superior a la nada, a la aniquilación. Ahora bien, este enunciado poco dice acerca de los valores éticos. Estos comienzan a aparecer en el momento en que lo hace el hombre en el escenario de la naturaleza, en el momento en que sobre el ser se viene a añadir la posibilidad de valorar al ser, algo de lo que sólo el ser humano es capaz. Como ya vimos, Hans Jonas no quiere contraponer naturaleza y humanidad, antes al contrario, enfatiza el hecho de que el hombre haya nacido por una especie de rebosamiento de la naturaleza, en el punto en que la naturaleza, habiendo creado al hombre, tiene ya la posibilidad a través suyo de comenzar a valorarse, de comenzar a emitir juicios sobre la buen a la mala vida (Confío en que la corrección sea oportuna) [quizá convenga aclarar un poco esta última idea] [28]. Así pues, la exigencia primera que se le plantea al hombre es el respeto por un exterior, la cosa, el ser, algo que en el terreno ético viene a demandar la responsabilidad por la continuación de la supervivencia, la responsabilidad incondicional para con las generaciones futuras[29]. Esta responsabilidad será la que exija que, en la evaluación y puesta en marcha de los avances de la tecnociencia, prime el miedo ante la posibilidad del fin del ser, de la humanidad, de las generaciones futuras, ante cualquier promesa de progreso, tan esperanzadora como posiblemente dañina[30].
Las exigencias que Barbara Adam le plantea al complejo de la tecnociencia en su responsabilidad para con la vida futura en el planeta son similares a las presentadas por Hans Jonas[31]. Sin embargo, lo viene a aquilatar con un sutil análisis en términos temporales. Según su opinión, tanto la ciencia como el mercado se caracterizan por una comprensión lineal, cuantitativa, homogénea, reversible y abstracta de los transcursos temporales[32]. Tanto el mercado como la ciencia consideran el tiempo desde una sola perspectiva, la acumulación de capital o la linealidad causal, y consideran que el futuro puede ser descontado u omitido según las proyecciones presentes basadas en el conocimiento de los pasados. Su propuesta va a consistir en complejizar las perspectivas temporales[33], porque los riesgos y las catástrofes van a venir enlazados en tiempos no visibles a medio y largo plazo, apareciendo súbitamente. Sólo a condición de considerar procesos larvados, otras temporalidades que pueden estar obrando en los tiempos previsibles de la ciencia y el mercado, es como se podrán cumplir los propósitos de supervivencia que Adam compartía con Jonas. El corolario ético político de la ampliación de las temporalidades actuantes es la consecuente ampliación de la agencia política a todos aquellos agentes que ocupan esas otras temporalidades, las generaciones pasadas, presentes y futuras[34].
Finalmente, y ya en nuestro país, Ramón Ramos parte de la diferencia entre el hacer y el suceder para resaltar la peligrosa brecha abierta entre el resultado de la acción y sus consecuencias. Lo que finalmente sucede puede estar bien lejos de lo que al principio venía orquestado en torno a la acción[35], sobre todo en unas sociedades como las nuestras en las que la ciencia abre amplios espacios de causalidad e incertidumbre. Esto tiene como consecuencia inmediata el fin del monopolio que los científicos tenían en los relatos sobre la verdad (e indirectamente sobre el bien y el mal). Hoy día, constatada parte de la incapacidad de la ciencia para moderar las consecuencias de su propia actuación, el establecimiento de lo que sucede y la propuesta de cómo actuar han de estar abiertos a la discusión y persuasión públicas. El conocimiento técnico cede su paso al conocimiento retórico[36]. En un mundo así delineado, donde la incertidumbre, la contingencia y la ambivalencia son la tónica, las decisiones y las actuaciones unilaterales y tajantes, al omitir el resto de las posibilidades descartadas, están abocadas a la tragedia. Lo único que cabe recomendar es la prudencia, la actuación comedida que atiende a todas las posibilidades de interpretación y de acción que están conformando un mundo complejo. La ética del hombre prudente sería, así pues, una ética en todo momento falible, que, abierta a los espacios públicos de la persuasión, podría ser continuamente enmendada[37].
En estas cuatro formulaciones podemos ver cómo el momento ético de la acción en nuestras sociedades globales habría de venir suscitado por las consecuencias no intencionales de la acción de la tecnociencia, extendidas a gran escala. La preocupación en torno a los riesgos y las incertidumbres es siempre la preocupación sobre cómo el medio natural podría responder a las violaciones previas de su ciclo, algo realizado por la acción humana. Por eso es que estos autores siguen suscribiendo una clara diferenciación entre catástrofes de causa humana (las que les preocupan), y catástrofes de causa natural. Más allá de esto, cabría preguntarse si las respuestas éticas que plantean ante las amenazas desproporcionadas del desastre ecológico responden, como exigíamos al principio, a las condiciones de posibilidad de nuestras sociedades. La respuesta no parece ser afirmativa.
Ulrich Beck hablaba de los espacios subpolíticos donde irían a gestionarse unos riesgos universales que a todo el mundo incumben. Su propuesta tiene la virtualidad de que no hace un llamamiento a ninguna instancia centralizadora que encarne la solución universalizante y unívoca sobre las catástrofes, sino que se inserta fácilmente en un mundo multipolar como el nuestro. Sin embargo los parámetros bajo los que se mueve siguen siendo los de una decisión, si no racional, sí razonable, enmarcada dentro de los pequeños espacios de acción de la subpolítica. La propuesta de Ramón Ramos de la prudencia iluminada por la persuasión y la retórica, parece descansar en unas bases similares.
Pero si esos espacios de la subpolítica vienen mediatizados por los medios de comunicación, habría que pensar si en ellos existe ese remanso de tranquilidad, sosiego y reflexión, necesario para cualquier decisión razonable. A primera vista se intuye todo lo contrario; parece que el modelo de la mesa de concertación, posible durante los fastos del Estado de Bienestar, ha quedado absorbido absolutamente por la mesa del reality show, donde los temas surgen y desaparecen al hilo de su impacto, y sin el reposo necesario como para hacer que la modernidad se haga reflexiva, crítica consigo misma.
Así, los asuntos no vienen impuestos por su propia relevancia, sino por la relevancia que les viene dictada por el acontecimiento, por el asomo espectacularizado de la catástrofe que irrumpe súbitamente. El sudeste asiático llevaba toda la vida sin los pertinentes sistemas de detección de maremotos; pero esto sólo es relevante cuando sucede el acontecimiento. Se lleva hablando durante treinta años del sobrecalentamiento de la tierra; esto sólo es pertinente cuando algún fenómeno meteorológico insólito se asoma a los medios[38]. ¿Dónde estaban los espacios para la persuasión, desde dónde la prudencia aconsejaría la decisión razonable?
Además, las mismas condiciones de posibilidad de la prudencia son bastante endebles. La fuente de donde ésta dimana, en la explicación de Ramos, es la existencia del coro en la tragedia griega. Según su explicación, el coro está implicado en los procesos de acción y aconseja, por su capacidad para contemplar la complejidad del mundo, al héroe unilateral[39]. Esta interpretación, sin embargo, no sería acertada pues, aunque el papel del coro sea muy distinto en los tres grandes, Esquilo, Sófocles y Eurípides, lo cierto es que incluso allí donde su intervención es más crucial —en Esquilo y Sófocles— nunca llega a formar parte de la trama de acciones propiamente dicha; es por ello que resulta difícil encontrarlo en el proceso de la decisión y la acción. Su papel, si se puede decir así, es el de reordenador ideológico en un mundo ciertamente complejo, pero una vez que el acto ha sido consumado. En Eurípides el coro llega a perder toda intervención en la trama y asume un papel meramente didáctico, ejemplificante. En resumidas cuentas, el coro puede aconsejar y demandar prudencia en la medida en que no es a él a quien compete la acción, en la medida en que no se siente conminado por las exigencias éticas del actuar mismo[40]. Sin embargo, en nuestro caso, en la trama inminente de una acción de la que se desconocen sus consecuencias, y que no puede dejar de realizarse en uno u otro sentido[41], ¿qué sentido tiene la llamada a la prudencia? En tales circunstancias, al héroe ilustrado sólo le cabría responder: “ojalá supiera cómo ser prudente”.
Aparte de la cuestión de la factibilidad de un enunciado como la “acción prudente”, vuelve la pregunta sobre las verosimilitud de la prudencia hoy en día. Si el coro era capaz de aconsejarla, lo era porque había visto en acción el entrecruzamiento y la complejidad de no más de dos marcos de exigencia ética. A fin de cuentas el mundo griego era un mundo que, aunque complejo, lo era compuesto de posibilidades más o menos limitadas y comprensibles. Así, si puede decirse que aquel era un mundo de inestabilidad estable y previsible, el nuestro lo es de una inestabilidad radicalmente inestable e imprevisible. De tan gruesa como es la superposición de marcos de sentido, de exigencias éticas y de desconocimientos, se ha terminado por caer en la imposible inteligibilidad que aconsejara la decisión ética; no queda ya ninguna instancia capaz de organizar éticamente el particular collage en que estamos inmersos.(Corregido queda) [aclarar quizá esta última frase].
Las propuestas de Jonas, que en gran medida comparte Barbara Adam, no son mejor recibidas por las condiciones de aparición de las catástrofes en las sociedades modernas avanzadas. El error básico proviene del universalismo y la abstracción de su principio de la responsabilidad. Según su opinión, la máxima responsabilidad exigible no proviene de situaciones de igualdad, cuando me siento responsable ante un igual, sino de situaciones de desigualdad y falta de reciprocidad. Sólo cuando el otro es un absolutamente otro, tiene mi responsabilidad para con él una incondicionalidad igualmente absoluta. Como Jonas afirma:
Tal responsabilidad familiar horizontal, será siempre más débil, menos incondicional, que la responsabilidad vertical de los padres por los hijos; ésta, en lo que respecta a su objeto, no es específica, sino global, y no es ocasional, sino permanente[42].
Así, la conminación absoluta que sobre nuestro presente hacen las generaciones futuras es semejante a la conminación de Dios a su pueblo, o del Absolutamente Otro al sujeto moral, siempre la conminación no recíproca de un ente abstracto y universal respecto al género humano. No hay que recordar aquí las raíces profundamente judaicas y religiosas de semejante concepción de la responsabilidad ética, que Jonas comparte punto por punto con Emanuel Lévinas.
Ahora bien, nada se ha mostrado más infructuoso que el trasvase de este esquema ético (la conminación incondicional de un Universal abstracto al hombre concreto) del pensamiento religioso (Dios-pueblo) al pensamiento político (Derechos Humanos-hombres de carne y hueso, Generaciones Futuras-hombres de carne y hueso). Pensemos en un contraejemplo; la situación de los esclavos en el mundo antiguo. Los esclavos podrían representar muy bien esa figura de Otro, género fuera de todo lazo político con los ciudadanos. Sin embargo, ¿qué tipo de responsabilidad ética suscitaron? Absolutamente ninguna. Porque lo que es enteramente ajeno a mí, puede muy bien ser convertido, no en fuente de toda exigencia moral, sino en todo lo contrario, en un mero instrumento puesto a mi servicio —como de hecho sucedía en el mundo antiguo, donde el esclavo era un útil más en la administración del oikos.
Pero profundicemos un poco más en la anterior cita. Jonas decía: “ésta [la responsabilidad vertical], en lo que respecta a su objeto, no es específica, sino global”. La pregunta es: ¿cómo puede la responsabilidad hacia un objeto dejar de ser específica y hacerse global? ¿No es, por definición, la consideración por un objeto eminentemente específica y concreta, una actitud de cuidado por ese mismo objeto? Aquí tenemos resumida la sangrante paradoja de la ética moderna, que siempre piensa antes en términos universales ante sus enjuiciamientos sobre objetos concretos (el hombre de carne y hueso). O, dicho en una variante mucho más ilustrativa, aunque cínica: para que el PUEBLO IRAQUÍ sea LIBRE (Derechos Humanos), hay que invadir y asesinar al pueblo iraquí (hombres de carne y hueso). Así, la extrapolación de una moral universalizante religiosa al terreno de la concreción política de la ética, donde los hombres de carne y hueso siempre, y únicamente, pueden ser hombres de carne y hueso, tiene como posible consecuencia cínica que se los extermine en nombre de Principios Universales[43]. Esto es más grave todavía cuando en el terreno de la política, donde ya no hay vidas ultraterrenas que perder, los Derechos Universales se pueden utilizarse al antojo para violar la única responsabilidad que nos debió atar, la responsabilidad por la concreción de quienes efectivamente intentamos forjar una cosa pública. Como ya descubriera Aristóteles, la política sólo es posible en un mundo de libres e iguales (pp. 56 y 75) (Esa idea aparece dos veces reflejada en el texto de Aristóteles, en las páginas señaladas)[¿?]; los sentimientos de amistad y reciprocidad que alimentan la polis sólo pueden surgir bajo la existencia de reciprocidad[44].
Sucede además que esta ética universalista, a veces cínicamente usada, tiende a arruinar por extensión la posibilidad de toda ética. En los medios de abstracción de la realidad ha sido justificado con tanta frecuencia el mal concreto, bajo los parámetros de Principios igualmente Abstractos, que casi se ha perdido la posibilidad del enunciado ético, la posibilidad de decir “hoy y aquí, en la invasión de Irak, se ha cometido un crimen”. Y lo que es más difícil, pero supone la única prueba de sinceridad, casi se ha perdido también la posibilidad del actuar ético, y hacer hoy y aquí, en la invasión de Irak, que los criminales paguen por unos hechos tan concretos. Así pues, una ética descontextualizada puede añadir más leña todavía al fuego descontextualizante de los medios de comunicación, imposibilitando toda acción ética.
Dejemos, así pues que Dios sea responsable de su Rostro, y la Humanidad lo sea de sus Derechos Humanos, e intentemos pensar nosotros, hombres de carne y hueso, cómo ser responsables ante los hombres de carne y hueso en nuestras sociedades de la modernidad avanzada.
Para una ética desde la modernidad avanzada. Ontogénesis y post-humanismo
Por todo lo visto, la ética posibilista que buscamos debe renunciar a principios universales, inhábiles para fundamentar la acción[45], y deberá encontrarse, en cambio, inmersa desde un principio en la acción. Su pensamiento debe de ser un pensamiento encarnado en el actuar, que evite la detención, la distancia, la razonabilidad y la reflexión.
Para apuntar la dirección, retomemos una cuestión que ha quedado desperdigada en el hilo de las anteriores argumentaciones: ¿qué sucede con las otras catástrofes no abordadas, con las catástrofes naturales? Como hemos visto, los autores tratados mostraban un interés casi exclusivo por las catástrofes cuyo origen estaba en la violación de los ciclos y equilibrios naturales por parte del hombre. Estas catástrofes, de una manera más o menos explícita, llamaban a la acción ética. Pero, ¿qué sucede con las catástrofes cuyas causas no demuestran tener un protagonista humano?
Conviene responder, preguntando: ¿pero, realmente existen esas catástrofes naturales, algún desastre en cuya concatenación no se haya entremezclado de ninguna de las maneras un ser humano? El caso de los recientes maremotos en el Sudeste asiático muestra claramente la dificultad de aportar una respuesta taxativa, es decir, la imposibilidad de llegar a identificar una catástrofe natural. No voy a insistir demasiado en una demostración evidente. En principio un terremoto responde única y exclusivamente a causas naturales; el hombre no interviene en los movimientos tectónicos de las placas terrestres, en los terremotos que forman, y en los maremotos que sobrevienen como consecuencia. Sin embargo nunca nada sobreviene desde ninguna parte, ningún fenómeno se adentra en un espacio vacío de tupidas relaciones sociopolíticas. ¿Qué hubiera sucedido si se hubiera dedicado tan sólo una insignificante porción de lo que se gasta en armamento en extender una red de detectores de maremotos en el Sudeste Asiático? Todos sabemos que se hubieran salvado muchas vidas, y de que, por esta misma razón, en alguna medida somos responsables por no haber obrado así y por haber colaborado con el maremoto en la aniquilación de cientos de miles de hombres y mujeres. E igual que en los recientes maremotos, puede pensarse en otros terremotos, hambrunas, plagas como el SIDA, sequías, inundaciones, tornados, y un gran número de otros desastres. No hay catástrofes naturales y, en consecuencia, siempre somos responsables.
Pero, ¿de qué manera? ¿Cómo vamos a ser responsables por algo en apariencia imprevisible, ante unas gentes que no conocemos, si ya hemos renunciado al recurso a los Derechos Universales? Si la fundación ontológica no nos sirve, quizá sí lo haga la ontogenética. Y aquí vuelve a cobrar un protagonismo fundamental la anterior vinculación entre lo natural y lo humano. No podemos elucidar de antemano cómo el ser (ontología) condiciona nuestro actuar ético, porque no podemos remitirnos a universalismos; lo que sí podemos hacer es ver, sobre la marcha, cómo se van gestando en su íntima conexión, particularmente, tanto el ser como el ser humano (ontogénesis), y cómo esta conexión puede ayudarnos a responder dilemas éticos.
Debemos partir de esa íntima relación, de las apoyaturas ónticas de los distintos hombres en su gestarse. Hans Jonas ya lo hizo, señalando cómo, sobre un determinado estadio de la constitución del ser, apareció el ser humano, la conciencia y la subjetividad, que venía a añadir un extra de calidad a lo existente, en la forma de valoraciones éticas. Sin embargo, el desarrollo humano sobre el ser, en Jonas, se producía en la forma de salto: estando la supervivencia asegurada, al hombre ni le iba ni le venía lo que pasara en la esfera del ser, su dignidad como sujeto valorante le permitía resguardarse alrededor de sí mismo[46]. Sin duda hay que partir de una concepción más radical todavía de compenetración ser-ser humano.
Esta fórmula nos la presta Maurice Merleau-Ponty con toda su maestría. Recojo aquí dos pasajes que pueden dar una idea sobre cuán íntima es posible concebir la gestación mutua entre el hombre y el mundo, a través del cuerpo:
El banco, las tijeras, unos retazos de piel, ofrecen ellas mismas al sujeto polos de acción; a través de sus valores combinados, ellas delimitan una cierta situación, más bien una situación abierta, que solicita cierto modo de resolución, un cierto tipo de trabajo. De esta manera, el cuerpo no es más que un elemento en el sistema del sujeto y su mundo...[47].
Sin embargo, no agotamos el significado de la cosa definiéndola como el correlativo de nuestro cuerpo y nuestra vida. Después de todo, tan sólo conseguimos entender la unidad de nuestro cuerpo si entendemos la unidad de la cosa, y es cogiendo las cosas como nuestras manos, ojos y el resto de nuestros sentidos aparecen ante nosotros como instrumentos intercambiables. El cuerpo por sí mismo, el cuerpo en descanso, no es más que una oscura masa; sólo lo percibimos como un preciso e identificable ser en la medida en que se proyecta hacia una cosa[48].
Hay que pensar, con Merleau-Ponty, la gestación del hombre por los objetos, ya no los objetos externos, “que se me resisten”, de la ciencia, sino por los objetos que nos abren a nuestra propia humanidad. El hombre se hace humano en los objetos que le circundan, siendo moldeado por ellos, en la medida en que los moldea. Uno no nace escultor, a uno lo hacen escultor los materiales que se trabajan, los instrumentos que se toman de intermediarios, en la constitución de ese particular ensamblaje del esculpiéndose. De igual manera uno no nace hombre, sino que lo hacen hombre todos los objetos incorporados, todas las mediaciones que hacen los muy diferentes y complejos ensamblajes del humanizándose. El objeto[49] es una posibilidad en acto de vivir humanamente.
Y es fundamental conservar la forma del gerundio, toda vez que ya no existen entidades separadas a priori, sino un gestarse continuo de las entidades (humanas, no humanas) en sus articulaciones concretas. De la ontología (el ser, los entes), hemos pasado ya a la ontogénesis (los convertirse ente de los entes –humanos, no humanos). Como nos recuerdan maravillosamente Gilles Deleuze y Felix Guattari,
El convirtiéndose no produce otra cosa que a sí mismo. Caemos en una falsa alternativa si decimos que tu imitas, o que tú eres. Lo único que es real es el convirtiéndose mismo, el entero bloque del convirtiéndose, no los supuestos términos fijos a través de los cuales eso que se convierte pasa[50].
De esta manera no habría términos fijos previos, hombres y objetos, sujetos y predicados, solamente ciertas articulaciones de multiplicidades heterogéneas que estarían efectuando las muy diversas ontogénesis, los muy distintos convirtiéndoses[51]. Es en los momentos particulares de esas articulaciones donde se estarían gestando los hombres transitorios, las sociedades, los mitos, los instrumentos, tecnologías, animales y así hasta el infinito, donde encontraríamos las mil caras polisémicas del ser efectuándose. Esto es lo que significa pensar radicalmente la génesis del hombre en el ser. Estamos en el paradigma anti-humanista[52], aquel que deja de pensar al hombre desencarnado, en el encuentro intersubjetivo de una sociedad de yoes, de una cultura de yoes, y lo devuelve a la materialidad que siempre lo ha estado constituyendo.
Como va a sugerir Bruno Latour, el hombre es mucho más que lo meramente humano[53]. A este acontecimiento, más acá de toda modernidad, se le han buscado muchos nombres. Donna Haraway lo llama cyborg[54], John Law lo llama monstruo[55], pero, como quiera que sea, sólo aparece constituido en un acoplamiento con elementos de muy diverso orden.
De esta manera, cuando haya que pensar en qué es el hombre de carne y hueso, concreto, ante el cual deberemos de ser responsables, hay que pensar en la concreta articulación que lo está constituyendo, en todos los elementos que están colaborando en su emergencia, en su acontecimiento. El indonesio ante el cual somos responsables no es el Ser Humano, sino un muy concreto acontecimiento producido en la articulación de un terremoto, de la industria turística en Indonesia, de las inversiones extranjeras en la costa indonesia, de los sistemas de detección de maremotos, de los materiales con que estaba hecha su casa, del comportamiento de los animales que quizá le salvasen, de las imágenes que nos lo traen en nuestros televisores, de los periodistas que lo vieron huir, de olas de diez metros, y un largo, larguísimo etcétera. Nosotros, hombres que buscamos una ética concreta para nuestras sociedades, tendremos que ser responsables ante ese complejo juego de elementos humanos y no humanos que es el convirtiéndose de aquel hombre indonesio.
Pero, ¿qué vendría a añadir la contextualización ontogenética a nuestra responsabilidad por aquel hombre? Pensar en semejantes términos en nuestra sociedad global presenta desde luego una serie de paradojas interesantes. En primer lugar, ya señalé anteriormente la necesidad de restituirle a la responsabilidad ética su reciprocidad. Tan sólo ante quienes comparto un mundo, y que pueden responder por mí, me puedo sentir concretamente responsable.
Ahora bien, ¿cómo es posible esa reciprocidad, si ante el indonesio no nos encontramos en una situación de co-presencia, si no convivimos con él? ¿Cómo encontrar un suelo mediador común? Aquí, el pensamiento anti-humanista abre un terreno por explorar, en la medida en que en la génesis del ser (humano, no humano), situaba la ineludible mediación de lo semiótico-material. De esta manera podemos sentirnos responsables por nuestros objetos intercambiados, y esto sí que lo permite nuestra sociedad global; y con una amplitud hasta ahora desconocida,.
Acabamos de ver cómo en la ontogénesis, el objeto se convierte en una posibilidad de hacerse para el hombre. Recordemos que el hombre en cuanto ente no existe, sino en la medida en que se encuentra siempre inserto en unas tupidas y heterogéneas articulaciones de objetos, animales, tecnologías y otros hombres. El postulado es entonces el siguiente: si nosotros, aquí y ahora, nos encontramos esencialmente constituyéndonos en una articulación que comparte uno de sus elementos con la articulación que a su vez está constituyendo esencialmente a otros hombres concretos, nos sentiremos de alguna manera en una situación de mutua responsabilidad. La declaración es abstracta, pero en verdad no hay una ética que pueda ser más concreta. Basta pensar en toda la concreta riqueza de que gozan nuestros colectivos para que recobremos el vínculo social existente detrás de todo objeto: ¿a quiénes debemos todos estos bienes?
Aquí respondo con mi experiencia directa. El ordenador portátil en que escribo ha sido manufacturado por hombres concretos en China. El Discman en el que escucho un CD ha sido montado en Malasia por hombres concretos. Por hombres concretos ha sido hecho, en Holanda, el CD. Por algún Taiwanés la bombilla de mi flexo, y algún indonesio tejió la camiseta que visto. A aquel colectivo argentino que me recogió hace dos años, a Juan el camarero, y a Romina y al Paraná, y los mosquitos, pertenecen estos recuerdos hechos fotos que me dieron la tranquilidad suficiente como para reiniciar este artículo a pesar de ser ya tarde. Todos ellos, junto a las máquinas en que se acoplaron y a través de las cuales vivieron, me están permitiendo a mí, aquí y ahora, acoplarme a todos estos objetos y ser a través de ellos, en la confección de esta escritura. Mi responsabilidad hacia ellos está aquí materializada, hecha carne, aquí están todos ellos en estos objetos y experiencias, en mí mismo, en mi alteridad transitada y real. Y las responsabilidades de nuestros colectivos están ahí presentes también, situadas en cada objeto/experiencia/recuerdo/idea suyos que la modernidad nos ha hecho compartir. En suma, si el trabajador indonesio arruinó su vida en los telares cuyas prendas hoy nosotros vestimos, somos, en alguna medida, responsables ante él y su desgracia presente, según la reciprocidad exigida.
Esta propuesta creemos que evita los errores que encontramos en las propuestas analizadas.
En primer lugar, esta redefinición de la ética subsana el error del que acusamos a la ética propuesta por Jonas y respaldada por Adam. La nuestra sería, no una ética confundida por el Universal, sino una ética siempre atenta y responsable por la ontogénesis de lo real, humano y no humano.
Es más, en la complejidad de las vinculaciones materiales de cada colectivo concreto es donde podríamos reubicar la exigencia de esta última por considerar las distintas temporalidades que se entrecruzan en cada acontecimiento. La Tierra tiene sus particulares ciclos, imperceptibles, lentos, y esos ciclos se incorporaron al colectivo existente. Como siempre que hablamos de responsabilidad hablamos de memoria, la tarea consiste en retener esas huellas visibles y reales de la temporalidad telúrica, en la re-conformación de futuros colectivos. Los existentes actuaron demasiado tiempo ignorando la agencia de la Tierra, que retornó como una externalidad. De lo que se trataría sería de considerarla en pie de igualdad, de integrarla pacíficamente en una situación de convivencia de humanos-no humanos donde a todos compete la agencia.
Con esta reinterpretación, tampoco habría que convocar a los expertos, ni abrir un espacio de la subpolítica, porque la política siempre estuvo allí actuando, en la ordenación de esos colectivos, en la decisión sobre qué hacer con esas huellas, y cómo acompasar agencias, humanas y no humanas. Y esto porque nunca hubo una acción exclusivamente humana, que se volcara temerariamente sobre la naturaleza y volviera en la forma de riesgo o catástrofe, sino que en todo momento se cabalgó en ella en los procesos generales de ontogénesis. Se trataría simplemente de reconocerse mutuamente, entre humanos y no humanos, la dignidad de agentes vinculados.
Finalmente, no sería necesario apelar a una prudencia distanciada, ni hacer llamados a la razonabilidad, porque la forma de actuación en un colectivo que consiguiera sobrevivir sería directamente razonable en los términos de ese colectivo. En otras palabras, una acción que realmente asumiera su radical concreción, su imbricación inexcusable en todos los nexos que la constituyesen, habría de ser en sí misma ilustrada por estos mismos nexos. Ya no habría principios éticos, sino practicas inmediatamente éticas en el respeto a las agencias enroladas en los colectivos donde los entes están convirtiéndose en todo momento. Cuando se obra no por uno mismo, porque aquí el uno mismo ya no existe, sino en razón de la densa trama de vínculos heterogéneos que nos están constituyendo, ya no se necesita un coro que aconseje la prudencia por la complejidad de lo que no somos nosotros: nosotros seríamos, de inicio, esa misma complejidad y ante ella sentiríamos la responsabilidad.
La modernidad avanzada descoyuntó todo relato, dejándonos ante la proliferación de retazos materiales y simbólicos. Lo único que podríamos hacer ahora es movernos entre los retazos de realidad que nos conforman, por si en toda esa objetividad encontráramos alguna ética que nos guíe provisionalmente. Pasamos de la topología (los códigos que intentaban domeñar la realidad que, como el mapa de Borges, terminaban en lo imposible), a la topografía (la descripción y el movimiento directos a través de esa realidad).
Scott Lash considera cabalmente la naturaleza de los intermediarios y los vínculos que conectan a los humanos; ya no más identidades como auto-interpretaciones, ya no más las imágenes distanciadas que nos orientan, ya no más la separación de la cultura interpretante; la nuestra sería una “cultura natural donde las tecnologías, los objetos de consumo, los estilos de vida, las mercancías, el software, los juegos de ordenador, los CD-ROMs, los objetos de Internet, vendrían a dominar nuestro paisaje cultural”[56]. Lanzados ante tal medio material que nos constituye, nuestros movimientos, incluidos los éticos, ya no pueden ser los de la reflexión sino los del mismo movimiento material; allí está por redescubrir el sentido ético.
Sin embargo conviene no ser cándidos y comprobar las condiciones mismas por las cuales la modernidad nos acercó esos retazos de otras realidades. Estas son las paradojas. Porque la modernidad misma nos acercó estas otras realidades a fuerza de desustantivizarlas, a fuerza de desmaterializarlas en los mecanismos de la intercambiabilidad general (el mercado). Esos eran los mecanismos de mercantilización que ya vimos en Marx. El objeto había de perder su cualidad para hacerse intercambiable cuantitativamente, el trabajo y el sufrimiento personales que los producían debían de hacerse fuerza de trabajo social general para poder cambiarse. Si hoy podemos adquirir bienes producidos en los lugares más remotos, ello es a condición de ser presentados en la forma-mercancía que borra las huellas del vínculo político. De esta manera la explotación del indonesio se transforma en una camiseta de marca que parece haber caído directamente del cielo.
Aquí tenemos el sentido ideológico del mercado, que borra toda huella de explotación, que hace de la Economía Política una Economía, a secas. La general intercambiabilidad de la modernidad trabaja precisamente en el sentido de eliminar cualquier vínculo colectivo concreto, en las imágenes, en los objetos, que, en otras circunstancias, habrían de conminarnos éticamente. Como muy bien señalara Michel Callon, “la transacción es posible porque un riguroso proceso de demarcación ha sido realizado”[57], un proceso material que, dada la preeminencia del colectivo y del vínculo político, se encarga precisamente de cortar relaciones para configurar elementos discretos, autónomos y separados[58] que puedan ser subsumidos en los circuitos del intercambio. El indonesio concreto cuya vida conformada y conformante es esa camiseta que vestimos, se desvanece en la forma ideológica de la mercancía. En otra parte Callon ve claro lo que se deja fuera, el exceso del propio vínculo cortado, los desbordamientos que retornan en la forma de externalidades[59].
La paradoja es que la modernidad avanzada extiende radicalmente el alcance, densidad y penetración de las relaciones existentes entre los distintos colectivos, pero lo hace a fuerza de convertirlas en relaciones abstractas donde se pierde la concreción que habría de suscitar el vínculo ético. Eso hace que, si bien nuestras vidas como hombres están formadas ontogenéticamente por entramados de elementos que provienen de colectivos bien lejanos, sin embargo no sintamos como contrapartida conminación y responsabilidad ningunas por ellos.
Sin embargo, la invitación quizá sea a dejar de ser modernos. Hay que interpretar desde el anti-humanismo el humanismo de la modernidad, para ver los límites que la tecnología, la naturaleza y los objetos concretos imponen al empeño des-sustantivizante de la modernidad. Y pensar que si los procesos (culturales) de abstracción y generalización han podido llevarse a cabo, ello sólo ha sido posible a través de medios poco modernos, a través de alianzas constituyentes con tecnologías, máquinas y objetos. La modernidad extiende su imperio cultural materialmente, existen dispositivos bien concretos por los cuales la cultura ha intentado ganar la partida abstrayendo y generalizando significados, valores, objetos, trabajos. Ya Arjun Appadurai nos advirtió de que las mercancías tenían un pasado material de mercantilización, por el cual un colectivo las extraía del flujo social de los intercambios cualitativos para darle el aspecto final de mercancía[60]. Pero, al mismo tiempo, Igor Kopytoff nos advertía de que una mercancía está llamada a sufrir el proceso inverso del convertirse mercancía, es decir, está llamada a singularizarse y a recuperar los valores cualitativos de vinculación colectiva perdidos[61].
Así pues el exceso queda siempre presente detrás de los intentos de la modernidad por proseguir en su ciclo generalizado de desustantivación y trocabilidad. En ese exceso es donde residen nuestras esperanzas por reconstruir nuestro vínculo ético con todos aquellos que comparten en su ser los mismo seres que nosotros. Sin ir más lejos, el exceso inabordable de los flujos internacionales del capital viene hoy día a nuestras sociedades en la forma de la inmigración. El inmigrante que viene es nuestra responsabilidad, no solamente presente e inscrita en él mismo, sino desplazada hacia su tierra y colectivos concretos de origen, que nuestros capitales disparataron. Y con el inmigrante están nuestras caídas en la realidad en nuestros viajes, más acá del circuito abstractivo del viaje que es el turismo. Con las intuiciones del viaje están las señas que nos manda la naturaleza desde su agencia. Con las señas de la naturaleza el regalo que nos hacen y que porta a la otra persona en todo su valor simbólico.
Hay que decir que, a pesar de la modernidad, nuestro mundo está lleno de singularidad. Nos corresponde a nosotros reconocerla, y acompasar nuestra agencia a la agencia de esa misma singularidad, en el reconocimiento ético y en la construcción política de colectivos concretos que se extienden globalmente. Porque siempre fuimos todo eso al mismo tiempo, esos cientos de haces heterogéneos que nos componían, somos responsables ante todo eso, ante los otros nudos con que los compartimos. Ahora ya no es cuestión de verlo y significarlo, sino de transitarlo en un actuar ético.
[1] Este artículo fue recibido en la redacción de Foro Interno el 29/04/2005.
[2] Z. Bauman, Liquid Modernity, Polity Press, Cambridge, 2000, pp. 185-192.
[3] J. F. Lyotard, La condición postmoderna, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 73-78.
[4] G. Dorfles, El intervalo perdido, Lumen, Barcelona, 1984, p. 29.
[5] J. Baudrillard, Cultura y Simulacro, Kairós, Barcelona, 1978, pp. 165-168.
[6] Señala Peter Sloterdijk: “Una enorme simultaneidad se tensa en nuestra conciencia informada: aquí se come, allí se muere; aquí se atormenta, allí se separa una pareja importante; aquí se habla del coche de dos plazas, allí de una sequía catastrófica que asola todo un país (...) todo se puede ordenar en una línea uniforme en la que la uniformidad produce igualmente indiferencia y equivalencia”. P. Sloterdijk, Crítica de la Razón Cínica, Siruela, Barcelona, 2003, p. 454.
[7] Ibid. p. 460.
[8] S. Lash, Another modernity, a different rationality, Blackwell, Oxford, 1999, p. 76.
[9] Contraprueba: se dio la desgraciada circunstancia de que el maremoto del sudeste asiático de estas pasadas navidades emergió justo un año después del terremoto en la ciudad de Bam. Algunos noticiarios nos devolvieron, en el aniversario, las señales de éste último. Quién no se preguntó: ¿pero realmente aquello de Bam sucedió el año pasado? ¿no habían transcurrido desde entonces ya varios años, casi un decenio, casi una Era, en la memoria de un tiempo atemporal? Ver M. Castells, La era de la información: economía, sociedad y cultura, Alianza, Madrid, 1997, pp. 496-503.
[10] Sloterdijk, Crítica de la Razón Cínica, p. 471.
[11] Ibid., p. 461.
[12] Afirma Karl Marx: “La fuerza de trabajo total de una sociedad, que queda incorporada en la suma total de los valores de todas las mercancías producidas por esa sociedad, es aquí una masa homogénea de fuerza de trabajo humana, compuesta por las innumerables unidades individuales”. K. Marx, Capital: a critical analysis of capitalist production, Foreing Languages Publishing House, Moscow, 1961, p. 39.
[13] Afirma Georg Simmel: “El dinero es la representación de la acumulación abstracta de valor, por cuanto en la relación económica, esto es, en la trocabilidad de los objetos, el hecho de esta relación se diferencia y obtiene de categoría de existencia conceptual frente a aquellos objetos, al mismo tiempo que se vincula a un símbolo visible”. G. Simmel, Filosofía del Dinero, Comares, Granada, 2003, p. 100.
[14] Ver J. Baudrillard, Crítica de la Economía Política del Signo, Siglo XXI, México, 1991, pp. 166-185.
[15] Ver B. Adam, Timescapes of modernity: the environment & invisible hazards, Routledge, London, 1998, 37-43.
[16] Se puede encontrar un resumen de tal proceso en el excelente libro de A. MacIntyre, After Virtue: a study in moral theory, Duckworth, London 1.985, pp. 43-47.
[17] Una excelente reflexión cinematográfica sobre la vinculación de la memoria, la responsabilidad y la ética, puede verse en el film de Jean-Luc Godard ‘Elogio del Amor’.
[18] Es de por sí elocuente la particular competición de los Estados, tras los recientes maremotos en Asia, por ver cuál de ellos iba a donar más dinero. Donaciones que, dicho sea de paso, no son tales, pues adquieren las más de las veces la forma de créditos blandos, o de contratos a realizar por los propios países donantes.
[19] Adam, Timescapes of modernity, p. 24.
[20] H. Jonas, El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Herder, Barcelona, 1995, p. 36.
[21] U. Beck, La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, Paidós, Barcelona, 1998, p. 89.
[22] El análisis, autor por autor, puede encontrarse en B. Adam, Timescapes of modernity, pp. 24-43, H. Jonas, Técnica, medicina y ética: la práctica del principio de responsabilidad, Paidós, Barcelona, 1.997, pp. 15-39 y U. Beck, La sociedad del riesgo, pp. 25-56.
[23] Beck, La sociedad del riesgo, pp. 46-47.
[24] Ibid., pp. 57-85.
[25] Ibid., pp. 212-221.
[26] Ibid., pp. 237-248.
[27] Jonas, El principio de responsabilidad, p. 95.
[28] Ibid., pp. 126-147.
[29] Ibid., p. 166.
[30] Ibid., pp. 66-71.
[31] De hecho, la recensión y aceptación de las tesis de Jonas ocupan una buena parte de su artículo Minding futures. B. Adam, Minding futures: a social theory exploration of responsability for long term futures, University of Cardif, www.cf.ac.uk/socsi/publications/workingpapers/pdf-files/wrkgpaper-67.pdf, 2004.
[32] B. Adam, Memory of futures, University of Cardif, en www.cf.ac.uk/socsi/futures/memoryofthefuture.pdf, 2004.
[33] De ahí su propuesta de Timescapes, definida en los siguientes términos: “Con la idea de timescapes, busco conseguir y extender la idea de perspectivas del paisaje, esto es, desarrollar una receptividad análoga a las interdependencias temporales para entender los fenómenos medioambientales como complejos temporales, como unidades contextualmente específicas” (Adam, Timescapes of modernity, p. 54).
[34] Adam abre temporalmente la política, tomando prestado el concepto de ‘cronopolitanismo’ de Saulo Cwerner, en Adam, Memory of futures, p. 21.
[35] R. Ramos, “Prometeo y las flores del mal: el problema del riesgo en la sociología contemporánea”, en R. Ramos y F. García Selgas, Globalización, Riesgo, Reflexividad, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid, 1999, pp. 251-253.
[36] R. Ramos, “Al hilo de la precaución: Jonas y Luhman sobre la crisis ecológica”: Política y Sociedad, vol. 40, Madrid, 2004, pp. 48-49.
[37] R. Ramos, “Homo Trágicus”, Política y Sociedad, Vol. 30, Madrid, pp. 233-235.
[38] Los ejemplos pueden multiplicarse ad nauseam: el SIDA, las hambrunas, la Encefalopatía Espongiforme, las contaminaciones de DDT en los países pobres, y mil otras amenazas que hoy por hoy son enteramente desconocidas.
[39] Ibid., p. 233.
[40] Para encontrar un bello resumen de la función del coro en la tragedia griega, puede consultarse F. Nietzsche, El origen de la tragedia, Espasa, Madrid, 1980, pp. 55-60 y 70-80.
[41] Situación que el propio Ramos reconoció como constituyente de nuestra modernidad. Ramos, “Homo Trágicus”, pp. 227-230.
[42] Jonas, El principio de responsabilidad, p. 166.
[43] Evidentemente, no estoy diciendo que Hans Jonas legitimase semejante tipo de casuística cínica. Pero su propuesta deja abierta una puerta a que un día pueda llegar a ser usada, y por eso es preciso cerrarla cuanto antes. ¿O tendremos que esperar a que alguien, en nombre de la Responsabilidad por las Generaciones Futuras, llegue a sacrificar las presentes, alegando, por ejemplo, la superpoblación actual de nuestro planeta?
[44] Para un estudio más detallado sobre este asunto, puede consultarse, Aristóteles, Ética a Nicómaco, Alianza, Madrid, 2003, pp. 234-285.
[45] Y ahí está lo importante, los principios universales podrán fundamentar ontológicamente un sistema ético, pero no una praxis ética.
[46] Dice Jonas: “Pero incluso si en lo sucesivo es tenido por absoluto el deber para con el hombre, ese deber incluye el deber para con la naturaleza como la condición de su propia permanencia y como un elemento de su perfección existencial”. Jonas, El principio de responsabilidad, p. 228.
[47] M. Merleau-Ponty, Phenomenology of perception, Routledge, London, 2.004, p. 122.
[48] Ibid., p. 375.
[49] A partir de ahora, cada vez que se oiga objeto, no se entienda ya más el objeto para el sujeto, o el objeto para la ciencia. Es necesario preservar siempre la noción íntima, comunicante y posibilitante del objeto que le confiere Merleau-Ponty.
[50] G. Deleuze y F. Guattari, A thousand plateaus: capitalism and schizophrenia, Continuum, London, 2004, p. 262.
[51] Ibid., p. 267.
[52] Esta es también la tesis de Bruno Latour; el hombre nunca tuvo el privilegio de ser hombre separadamente de sus objetos, el hombre siempre se hizo hombre imbricado en las articulaciones con los objetos, tecnologías, artefactos, bacterias, animales... B. Latour, Nunca hemos sido modernos: ensayo de antropología simétrica, Debate, Madrid, 1993, pp. 75-78.
[53] B. Latour, La esperanza de Pandora: ensayos sobre la realidad de los estudios de la ciencia, Gedisa, Barcelona, 2001, pp. 31-34.
[54] Escribe Haraway: “ Un mundo cyborg podría tratar de realidades sociales y corporales vividas en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas ni de identidades permanentemente parciales ni de puntos de vista contradictorios”. D. Haraway, Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza, Cátedra, Madrid, 1995, p. 263. Y también: “Los seres humanos, como cualquier otro componente o subsistema, estarán localizados en un sistema arquitectural cuyos modos básicos de operación son probabilísticos, estadísticos. No existen objetos, espacios o cuerpos sagrados por sí mismos, cualquier componente puede ser conectado con cualquier otro”. Ibid., p. 278.
[55] John Law nos pregunta: “¿Realmente atravesaste tu semana pasada sin el concurso de las máquinas? ¡Claro que no! Tú eres medio máquina. Y si simulas otra cosa, entonces esto se debe a que tú (al igual que yo mismo) prefieres pensar de otra manera...El poder, independientemente de la forma que adquiera, está recurrentemente entretejido en una danza intrincada que une lo social y lo técnico...Sólo así podemos comprender por qué algunos monstruos encuentran tan fácil no parecer monstruos en absoluto”. J. Law, “Introduction: monsters, machines and sociothecnical relations”, en J. Law (Ed.), A sociology of monsters: essays on power, technology and domination, Rotuledge, London, 1991, pp. 17-18.
[56] Lash, Another Modernity, p. 345.
[57] M. Callon, “Introduction: the embeddeness of economic markets in economy”, en M. Callon (Ed.), The laws of the markets, Blackwell, Oxford, 1998, p. 18.
[58] Ibid., p. 17.
[59] M. Callon, “An essay on framing and overflowing: economic externalities revisited by sociology”, en Callon (Ed.), The laws of the markets, Blackwell, Oxford, 1998, p. 248-251.
[60] A. Appadurai (Ed.), The social life of things: commodities in cultural perspective, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, p. 13.
[61] I. Kopytoff, “The cultural biography of things: commodization as process”, en Appadurai (Ed.), The social life of things: commodities in cultural perspective, pp. 73-74.
miércoles, 28 de marzo de 2007
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